Querido,
Voy
a tratar de acordarme lo más que pueda, aunque se me mezcla un poco todo, y las
cosas no parecen estar tan claras.
De
aquella época lo más que me acuerdo era cómo nos divertíamos, a pesar de todo
nos reíamos mucho. Es raro contar lo que
hacíamos en aquel lugar, ponerlo en palabras, pero lo voy a intentar y espero
que te sirva.
Nos
habíamos quedados solas en La Casona. De repente no había nadie, y la luz
estaba apagada por todos los cuartos. Esa vez, en lugar de tener miedo, las
tres habíamos empezado a reírnos, casi al mismo tiempo. Y a correr por toda la
casa, juntando cosas. Así había sucedido la primera vez, y así nos gustaba que
empiece siempre las otras veces. Entonces empezábamos.
Las
tres entrábamos corriendo a la sala, torpes y a carcajadas, cargadas de ropa,
de muebles, de objetos, cuidando que la botella de anís y la copita no se
rompieran. Eso lo apoyábamos con cuidado en una mesita. Lo demás lo tirábamos
al piso, todo revuelto. Todo lo que
podíamos cargar lo entrábamos. Creo que éramos
primas, hermanas, algo así. Porque nos
mirábamos y nos reíamos, y nos empujábamos y escupíamos a ver quien llegaba más
lejos, como los varones, ensuciando el piso. Entre risas alguna decía una
frase, imitando a una Mamá o una Abuela, y entonces las tres nos reíamos más
fuerte. Una de nosotras, casi siempre La
Rubia, se ponía un vestido blanco con bordados de colores, y empezaba a hacer
de Madre Borracha. El vestido era largo hasta los tobillos. Salía de la habitación,
entre las cosas revueltas, y volvía a entrar, toda encorvada, y desde la puerta
nos preguntaba a mí y a La Chiquita, si estábamos dormidas, y se reía… y ahí era
cuando nos empezábamos a acordar y nos hacíamos las dormidas como aquella vez,
en que de verdad La Madre había entrado borracha de noche a nuestra habitación. La Rubia se tiraba en nuestra cama y las tres
nos reíamos sin parar. Un poco nos
reíamos en serio, y otro poco nos reíamos como había pasado esa noche. Y
llegaba el momento del alfajor: lo sacudía, y como estaba roto, en el silencio
de la habitación, hacía ruidito a maraca… “tiene sorpresita” decía, sin parar
de reírse. Nos daba gracia en serio “tiene sorpresita”… Las risas se confundían,
y los rostros también. A mí, La Alta, nunca me salía bien esa parte, la de la
madre borracha. Quería hacerlo bien,
pero la verdad es que La Rubia se lo acordaba mejor. Cuando nos poníamos el
tapado negro éramos La Abuela, La Mamá o muchas Mamás. Nos íbamos turnando,
pero no podíamos dejar de hacerlo, no me preguntes por qué. Todas queríamos hacer todo, y todas nos
acordábamos de todo. Las tres conocíamos
en detalle cada una de las historias, una empezaba y las demás ya sabían a qué
jugaba la otra, y la acompañaban. Por eso estoy casi segura que éramos
hermanas, aunque no nos parecíamos mucho, así que no sé. Siempre en un momento, La Rubia empezaba a
tocar una guitarra chiquita y era el momento de cantar. La Chiquita se iba a la pieza de atrás y
tocaba el piano. ¡Tan bien tocaba el
piano! Se escuchaba el sonido llegando a la sala, y su voz cantando alguna
canción. Toda la música retumbaba en las
paredes, se sentía bien, como en una película. O eso me imaginaba yo. Cuando La
Chiquita volvía a la habitación, después de tocar el piano, le gustaba hacer La Maestra, y La Rubia la
alzaba para que pareciera más alta. De
verdad que era impresionante verla desde abajo, preguntándome “¿qué
ingredientes lleva una torta? Si no trajiste la tarea porque hiciste una torta
para tu mamá debés saber qué ingredientes lleva una torta” (yo hacía de Fernandito,
de varón, de alumno) Ella abría mucho los ojos, y se hacía enorme. Y una se quedaba muda, como le debe haber
pasado a Fernandito con esa maestra.
A
veces hacíamos todo completo. Otras veces las cosas se mezclaban, y nos
faltaban partes. Tratábamos de hacer
todo, pero todo estaba un poco roto.
Hacer
del Abuelo que se iba a vivir a otro país, a mí me ponía triste, porque La
Rubia me miraba con cara que parecía que
tenía seis años de verdad, y que en serio no nos íbamos a ver nunca más; pero
siempre cuando estábamos a punto de llorar o de ponernos muy tristes, La
Chiquita hacía algo gracioso, sin darse cuenta, y entonces empezábamos con otra
cosa, como leer el libro de las enfermedades infantiles, el libro de cuentos, o
alguna carta que nos habían mandado hace mucho.
No
me acuerdo si éramos hermanas, o primas o algo así; pero los recuerdos salían a
borbotones y el tiempo se detenía, parecía dejar de existir. Todo ese tiempo.
Siempre
nos quedábamos dormidas, cansadas y un poco borrachas de tanto mojar el dedo en
la copita de anís (eso lo hacíamos para tener cultura alcohólica por si un día
salíamos a la calle y alguien nos quería emborrachar de verdad).
Igual
siempre alguna volvía a empezar. En el
silencio se escuchaba el grito de “sciamo arrivati” y esa era la señal, entonces
sacábamos toda la ropa y todas las cosas afuera, para volverlas a entrar, y
así…
Voy
a tratar de acordarme más, aunque creo que así está muy bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario