15 de marzo de 2011

Eloísa III. Miedo de día.

Ocho menos cuarto. Se escurrió lentamente entre las sábanas, desenrollándose para apoyar los pies en el suelo. El espejo le devolvió su imagen de cuerpo desnudo, amado y descansado. Sin moverse y sin mirar deslizó su mano hasta llegar a tocar la espalda que dormía en su cama. Tan suave, tan en sueños.
Las ocho. La ducha. El agua que hacía larguísimos y lacios sus cabellos. Elegir la ropa y cubrir su desnudez (con lo que te gusta quedarte así, Eloísa...). Una mirada más a esa espalda, a ese mechón sobre la nuca, a todo ese cuerpo vulnerable que no quería despertar, que quería seguir viendo así. Le subió todo el amor a los ojos y al estómago.
Ocho y veinte. Hacer el café y untar pan. Desayuno en silencio. Cigarrillo. Se consume en su boca, lo exprime contra la cerámica del cenicero, toma las llaves, la misma cartera de ayer y sale a nadar a la calle que la recibe histérica, que la golpea amanecida de gente yendo a llegar a horario.
Ocho y cuarenta. El subte. El vagón del subte. El interior del vagón del subte. La peor hora en el interior del vagón del subte. La cercanía de rostros, olores, objetos, cabellos y manos, llevada al paroxismo. "La proxemia", murmura Eloísa. Esa palabra que había aprendido de un profesor y que recordaba cada vez que viajaba en un subte lleno. Porque allí se hace extrema, decía el profesor, el mínimo roce es percibido y atacado. Todos nuestros sentidos se alertan. "La proxemia", murmura...
Y entonces la espalda suave, y ese mechón negro y ese cuerpo en reposo, vulnerable, que la había rebalsado de amor, que la había hecho vivir el vértigo en el estómago al contemplarlo hacía casi una hora. Venían las imágenes a su mente y las sensaciones a su cuerpo, más allá de su voluntad.
Todavía faltaban cinco minutos más de viaje cuando Eloísa deseó con todo su ser volver a ser niña un instante, solamente para sentir miedo de un monstruo abajo de su cama, de una silueta de un hombre con capucha que se inventa nuestra mente en la oscuridad del ropero mal cerrado, de subir a un árbol y no poder bajar, de nadar en lo hondo de una pileta, de dormir cno la luz apagada, de soñar cosas feas, de una bruja en un cuento de hadas, de aquellas cosas a las que se podía poner un nombre.
Ser niña un instante para que no aparezca este miedo que nuna había sentido, porque antes nunca se había inundado de amor al contemplar el cuerpo dormido de nadie sobre su cama.
Ser niña un instante para no sentir este miedo abstracto, innombrable, adulto, a plena luz del día.


- algún mes hacia fines del 2007 -

No hay comentarios:

Publicar un comentario